La siempre anunciada pero cada vez más improbable integración latinoamericana

Para resumir en una parábola lo que voy a decir, empiezo con una anécdota sobre la Guerra Civil Española, que explicaba porque había terminado en desastre la Segunda República de los años treinta, con sus gobiernos que en vano buscaban impartir un propósito común a ministros que iban de los más reacios conservadores a los anarquistas radicales. Se contaba entonces que un catalán muy rico pero hostil a las innovaciones modernas se dejara finalmente persuadir a probar el tren expreso recién inaugurado entre Barcelona y Madrid. En una estación intermediaria donde el tren se detenía un poco más, nuestro héroe se demoró más de lo razonable y, al volver, no se dio cuenta que su tren ya había partido, embarcándose en el que seguía en dirección opuesta. Encontrando un pasajero con quién podía compartir sus impresiones, se puso a alabar el confort y rapidez del tren, preguntándole a cierta altura cual era su profesión. Al decirle el otro que era comerciante y que iba a Barcelona a negocios, no se contuvo y exclamó: ¡"Mire Usted qué maravilla extraordinaria es el progreso moderno; Usted va a Barcelona, yo voy a Madrid y estamos ambos en el mismo tren!".

Pues, el expreso de la integración latinoamericana pertenece a esa especie de milagros de la modernidad: en el mismo coche del tren viajan los centristas partidarios de democracia representativa y economía de mercado juntamente con los refundadores que compraron billete para el socialismo del siglo XXI.

La explicación de la parábola es obvia pero, si se quiere, puede resumirse en dos proposiciones sencillas. La primera es que, a fin de ser efectiva, la integración de cualquier tipo o la concertación política deben ser basadas en un proceso de convergencia de los miembros hacia valores y fines comunes. La segunda es que en Latinoamérica vivimos actualmente un proceso de creciente divergencia y alejamiento entre los países en materia de medios y fines, cuyo comienzo puede datarse simbólicamente del caracazo en contra del programa de ajuste económico acordado por el gobierno de Venezuela con el FMI y, tiempos después, de la ascensión al poder de Chávez y su radicalización.

El mejor ejemplo que tenemos del proceso contrario, de convergencia, y de los resultados que suele proporcionar, es el europeo después del derrocamiento del Muro de Berlín y la desaparición de la Unión Soviética y del comunismo real. Con la remoción de los obstáculos derivados de la división de la Guerra Fría, lo que había sido, en su origen, un proyecto de paz y resistencia a la expansión soviética entre las seis naciones del extremo occidental de Europa vino a convertirse en una integración sin precedentes de 27 naciones, unificando el continente más de lo que habían logrado hacer el Imperio Romano o aquel de Carlos Magno. La incorporación de Europa Central y Oriental solamente se hizo posible a partir del momento en que el sistema europeo se volvió más homogéneo, lo que implica la subscrición por todos del mismo criterio de legitimidad del poder y la adopción de una organización similar o mutuamente compatible para la vida política, económica y social de cada uno de los integrantes del sistema.

Lo que era impensable durante la fase de aguda divergencia del bipolarismo pasa a ser factible cuando todos aceptan como criterio de legitimidad el principio de la soberanía popular consagrado por las revoluciones americana y francesa del siglo XVIII. La organización política de cada unidad soberana es la de la democracia representativa, con pluralismo de partidos, elecciones regulares, alternancia en el poder y plena garantía de los derechos humanos. Desaparecen las "democracias populares", la dictadura de la clase obrera, el monopolio del partido único. La organización económica es por toda parte la de la economía mixta de mercado y moderada presencia del Estado y se abandona el mito de la sociedad sin clases.

Tan poderosa es la consciencia de la necesidad de un grado mínimo de homogeneidad que, a fin de adherir a la Unión Europea, se exige de un país una verdadera conversión de costumbres. El candidato debe forzosamente revisar y reformular sus leyes sobre los más diversos rubros con vistas a adaptarlas a las de la Unión, cuyo patrimonio adquirido a lo largo de décadas tiene que aceptar explícitamente sin previa negociación. Siempre que se sospeche que el aspirante es demasiado diferente, como en el caso de Turquía, la adhesión se vuelve prácticamente imposible.

Compárese ahora con lo que sucede en América Latina, donde tuvimos fases de relativa convergencia como en los años de esperanza de la Alianza para el Progreso y, más aún, al final de los regímenes militares. El retorno del régimen constitucional y la victoria contra la hiperinflación habían creado en aquel momento una ilusión generalizada sobre la posibilidad de consolidación definitiva de la democracia representativa moderna con una economía liberal de mercado con fundamentos ortodoxos sólidos. Eran los tiempos del triunfo de Menem en la Argentina, de Gonzalo Sánchez de Quesada en Bolivia y otros políticos que daban la impresión de combinar la racionalidad económica con el éxito electoral. Esa ilusión pronto se disipó con recaídas graves como el colapso de la economía argentina en 2001-02, la vuelta de Bolivia a la inestabilidad y la violencia y el desencanto con la ausencia o demora de resultados sociales de las formulas económicas liberales.

Desde entonces, pasamos a experimentar un nuevo ciclo de divergencia provocado por dos factores principales: la forma de inserción con la economía global y la evolución político-social interna. Diferentemente de lo ocurrido en la época del primer Tratado de Montevideo de 1960 o del Pacto Andino, ni todos siguen creyendo que la condición previa para la inserción más amplia con socios desarrollados pasa primero por la integración prioritaria entre los integrantes de una misma región o subregión.

Muchos de los países latinoamericanos han interpretado la globalización como una invitación para hacer lo que podríamos denominar, parafraseando el documento del encuentro de los obispos en Medellín, como una "opción preferencial" por los Estados Unidos. Entre esas naciones se encuentran en general las que, debido a determinismos de contigüidad o proximidad geográfica y/o la concentración en el mercado norteamericano de su comercio y de sus corrientes migratorias, siempre han encarado la integración en el espacio económico de Norteamérica como un desarrollo natural en conformidad con la lógica económica y geográfica.

Lo que hasta fecha reciente había impedido la concretización de ese proyecto había sido el intransigente multilateralismo comercial mantenido en el pasado por los Estados Unidos y su consecuente rechazo de los acuerdos preferenciales. En fines de los ochenta, cuando Washington abandona la posición de defensor y guardián del multilateralismo y comienza a negociar acuerdos bilaterales o regionales de libre comercio, primero con Israel y Canadá, este último ampliado en seguida en el NAFTA con el ingreso de México, estaban creadas las condiciones para la idea del ALCA, una Asociación de Libre Comercio de las Américas que englobaría idealmente a todos los países hemisféricos, o, como finalmente se concretaría en la realidad, mediante diversos acuerdos de libre comercio bilaterales con sucesivos países individuales.

Los países que han hecho tal opción ya tenían en general más de cincuenta por ciento de su comercio total concentrado en Estados Unidos. Son México (más de 80%), los centroamericanos, los caribeños y los ubicados en la zona septentrional de América del Sur: Colombia, Perú. Otros que estarían dentro de la misma lógica comercial - Venezuela, Ecuador - quedaron afuera básicamente por motivos político-ideológicos.

Para los meridionales - Chile, Bolivia, Argentina, Uruguay, Paraguay, Brasil - de mercados más diversificados o concentrados en Europa, más lejanos de Estados Unidos, exportadores agrícolas con frecuencia concurrentes do los americanos, la opción por acuerdos del tipo del ALCA no sería tan natural o tan fácil. Las excepciones corren por cuenta de algunos países de mercado interno relativamente reducido, que han abrazado como la mejor opción de crecimiento económico un modelo de apertura comercial y de inversiones, así como de búsqueda de acuerdos de libre comercio con numerosos socios. Es el caso de Chile y sería seguramente el de Uruguay, si no fuera el impedimento del Mercosur.

Por si solo ese factor bastaría para eliminar la posibilidad de una integración exclusivamente limitada a los latinoamericanos, como la propugnada en su tiempo por los análisis de CEPAL y como se soñó en todos los intentos desde el tratado de ALALC de 1960. Es evidente que si se otorgan a Estados Unidos condiciones preferenciales de pleno acceso a los mercados de los signatarios de acuerdos de libre comercio, ya no se puede favorecer de manera especial socios latinoamericanos que, en la mejor de las hipótesis, tendrán de competir con la economía más adelantada del mundo sin ninguna ventaja especifica. El ejemplo europeo es también elocuente: mientras los antiguos países socialistas participaban del COMECON, el pacto comercial-económico rival instituido por la Unión Soviética, no era evidentemente factible pensar en adhesión de los mismos al Mercado Común Europeo.

Pero, como si tal obstáculo mayor no fuera suficiente, hay que agregar otro quizás más grave aún: la divergencia profunda entre los países en la manera de concebir la legitimidad del poder y en la organización de la vida nacional. De la misma forma que la Revolución Francesa de 1789 y la Bolchevique de 1917 habían roto la relativa homogeneidad de los sistemas internacionales anteriores mediante la introducción de un criterio de legitimidad radicalmente distinto, un proceso similar se encuentra en curso en la región.

Durante décadas, las únicas rupturas en el consenso sobre la democracia representativa tradicional se habían limitado sea al aislado caso de Cuba, sea a los episodios fugaces de la primera versión del sandinismo en Nicaragua, de las guerrillas marxistas o de los regímenes militares. Eses últimos, además, protestaban de boca su teórica adhesión a la democracia representativa, a la cual violaban en la práctica. Con excepción de Cuba, cuya reciente evolución defensiva, introspectiva y pragmática ha sido acompañada por una sensible reducción de su influencia hemisférica, las otras experiencias habían sido gradualmente eliminadas o por la derrota militar o por el retorno a los gobiernos civiles constitucionales. Era justamente la desaparición de todas esas alternativas a la democracia representativa lo que generaba la expectativa de una convergencia definitiva de criterios de legitimidad y de patrones de organización social.

Lo que ahora comienza a ganar consistencia es algo distinto: una práctica histórica y un cuerpo de doctrina en formación que vuelven a alejarse del incipiente consenso y sustentan la superior legitimidad de una nueva alternativa: los regímenes que se autodenominan de "refundadores". La expresión "refundación" es en sí misma muy significativa. Es como si, en la víspera del bicentenario de la Independencia, se quisiera sugerir que esa última no pasara de un embuste, pues el poder independiente habría sido, en el minuto final, confiscado de las manos del pueblo por la oligarquía. Se trataría entonces de restituirlo al pueblo, por medio de una "refundación" de la nación, quiere decir, repartiendo desde el marco cero.

El punto de partida de los refundadores es la necesidad de abandonar las constituciones tradicionales mediante reformas radicales que rompan los mecanismos electorales, legislativos y judiciales responsables por la perpetuación en el poder de las oligarquías. Solamente de esa forma sería posible cambiar la economía en el sentido de una redistribución de la riqueza y de los recursos naturales en favor de los sectores más pobres, coincidentes en muchos países con las masas mestizas o indígenas. Habiendo llegado al poder por elecciones, los líderes refundadores creen indispensable instaurar procesos constituyentes semi-revolucionarios, respaldados por el frecuente recurso a referendos y plebiscitos de consulta directa a los ciudadanos por arriba de partidos y de otras instituciones de mediación.

En lugar de partidos clásicos, los refundadores se apoyan en movimientos, buscan perpetuarse en el gobierno a través de la autorización de reelecciones repetidas, eliminando o reduciendo mucho la posibilidad de real alternancia en el poder. Tales características difieren significativamente de la democracia de tipo representativo, donde la mayoría ocasional no puede destruir los derechos de las minorías, entre ellos el de competir en las elecciones y de aspirar razonablemente a ganarlas. Los regímenes refundadores tienden todos a eliminar el sistema de pesos y contrapesos heredado de la constitución norteamericana y a concentrar los poderes en manos del Ejecutivo.

Su programa económico es en general favorable a una amplia nacionalización y estatización de la economía, así como a la redistribución de tierras, características más presentes en algunos (Venezuela, Bolivia) que en Ecuador, donde el sistema coexiste curiosamente con la economía anteriormente dolarizada y, por lo tanto, dependiente en grado extremo de la soberanía monetaria de Estados Unidos.

Sería un error, producto de análisis superficial, asimilar tales regímenes al populismo del pasado o a un moderno neo populismo. Seguramente algunas de las características de los refundadores se encuentran también en experiencias históricas que han recibido en su época esas denominaciones. Hay que cuidarse, todavía, de abusar de la expresión "populismo", una de las más ambiguas y polivalentes en ciencia política, rotulo que sirve para todo y para nada. El empleo de esa denominación en nuestro contexto solamente contribuye para generar confusiones conceptuales y complicar el correcto entendimiento del fenómeno. No es aquí el lugar para discutir lo que se debe comprender como "populismo", pero basta recordar que, mucho más que un sistema, se trata de un "estilo" de hacer política, estilo que puede ser manejado indiferentemente por líderes de izquierda, de derecha o de cualquier tendencia ideológica.

No se puede negar, en efecto, que los refundadores poseen una base social autentica y poderosa. En todos los ejemplos en que llegaron al poder y otros en los cuales casi lograran ganar las elecciones existía o existe un enorme fondo de frustración con la incapacidad persistente de los partidos y/o instituciones de ofrecer a la mayoría de la población la posibilidad de atingir niveles satisfactorios de realización económica y social. Ese desencanto comprometió tanto a los gobiernos militares salvadores como a las fórmulas económicas del tipo del Consenso de Washington, en cierto momento presentadas como la solución de los problemas de la miseria y del desempleo. El fracaso repetido de los partidos policlasistas, su aparente falta de sensibilidad con los sufrimientos de los pobres y su casi genética dificultad en comunicarse culturalmente con largos segmentos de su propia nación han dado lugar al aparecimiento de movimientos determinados a hacer de la exclusiva representación de las masas vulnerables su razón de ser y de actuar.

En ese sentido, no es irrazonable plantear alguna analogía entre lo que actualmente sucede en nuestra región y el fenómeno histórico que vivió Europa en las décadas posteriores a la diseminación de la Revolución Industrial, en particular entre 1830 y 1880. Al promover la masiva migración de miles de campesinos hacia los suburbios obreros de las grandes ciudades europeas, la industrialización fue responsable por la aparición de un actor social nuevo, el obrero industrial o proletario, ansioso en conquistar voz y voto que le eran negados por los sistemas electorales de entonces. El conflicto generó la era de las revoluciones, de las barricadas del Faubourg Saint Antoine, de las insurrecciones de 1830, de 1848, hasta la Comuna de Paris de 1871, episodios sangrientos de los cuales poco a poco emerge la aceptación, a finales del siglo XIX, de los partidos socialdemócratas y eventualmente del sufragio universal.

Era común decirse en la época que, en el fondo, no existían más que dos partidos: el del movimiento y el de la resistencia, el primero decidido a cambiar el status quo y el segundo en conservarlo a todo costo. Como siempre ocurre cuando un nuevo e importante actor reclama su espacio, la consecuencia ha sido un largo periodo de desestabilización caracterizado no solo por las revueltas sino por conspiraciones, atentados, sociedades secretas de carbonarios, ejecuciones, exilados celebres como Chopin, Garibaldi, Mazzini, Karl Marx, atmosfera que dio nacimiento a óperas como "Tosca" y a numerosos poemas fundadores de nacionalidad. Al fin y al cabo, los sobrevivientes, debidamente domesticados por la mejora de las condiciones de vida y de sueldos proporcionada por la industria, terminaron por ser cooptados a regañadientes por el sistema, ya más seguro de sí mismo. Hace mucho que los obreros industriales europeos dejaron de ser la clase revolucionaria por excelencia. En la Europa de hoy, los inconformados son los inmigrantes y sus descendientes, en su mayoría musulmanes, africanos o asiáticos, relegados a los suburbios deprimidos de la metrópolis.

¿Será un exagero sustentar que, de cierto modo, lo que ocurre actualmente en Latinoamérica es una experiencia parecida, apenas con un retraso histórico de cien años? Hay, sin embargo, algunas diferencias fundamentales, de las cuales quizás la más relevante es que nosotros tuvimos mucho más urbanización, diez veces más rápida e intensa, que industrialización. La urbanización crea el problema de la sociedad de masas vulnerables y empobrecidas de sus raíces culturales y comunitarias tradicionales; la industrialización debe, en principio, generar los medios de prosperidad que permitan integrar a esas masas como agentes productivos y ciudadanos conscientes. Una urbanización explosiva desacompañada de un desarrollo industrial correspondiente ha privado Latinoamérica del principal instrumento que en Europa, Estados Unidos, Japón y Corea del Sur había facilitado la trasformación de antiguos campesinos en obreros industriales y, por esa vía, posibilitado su plena integración en la nueva sociedad industrial.

Lo que, sí, tenemos, son masas de millones de campesinos o de sus descendientes viviendo en condiciones difíciles en la periferia de las gigantescas ciudades latinoamericanas, de Ciudad de México a Buenos Aires, de Lima o La Paz a Rio de Janeiro o São Paulo, en algunas de las cuales la desindustrialización prematura o precoz por efecto de la competición global no ha sido compensada por otras actividades productivas generadoras de empleo. ¿Cuantos de eses hombres y mujeres sobreviven de forma precaria, con empleos eventuales en la economía informal, sin derechos laborales básicos? Una de las manifestaciones más perturbadoras de ese descompaso entre urbanización e industrialización, caldo de cultura favorable al surgimiento del lumpenproletariat, es el hecho que en nuestros días la criminalidad organizada, el narcotráfico transnacional en larga escala, la violentísima guerra civil entre criminales y policías se hayan convertido en toda la región, desde México a Brasil, en un problema que amenaza al Estado mismo.

Ese nuevo actor social de las periferias no se siente representado por los partidos tradicionales, ni mismo por los movimientos populares de los años treinta, cuarenta o cincuenta, buscando de preferencia, como canal de expresión política, movimientos también nuevos, empeñados en promover el cambio del status quo. Difieren eses movimientos entre sí, de igual manera que difieren las condiciones nacionales dentro de las cuales actúan, así como las tradiciones políticas y la personalidad de sus líderes. Hay, sin embargo, un fondo común perceptible en el hecho que todos son esencialmente movimientos que encuentran sus apoyos y raíces en las periferias de las grandes ciudades modernas, más que en las zonas rurales de peso e influencia declinantes. En otras palabras, las periferias tienen su cultura política propia, de la misma manera que su expresión religiosa característica: las sectas evangélicas o pentecostales.

En el pasado hubo movimientos que encarnaron el ascenso del proletariado industrial urbano en los países más industrializados de la región, como fue el caso del peronismo en la Argentina o del laborismo de Getulio Vargas en el Brasil de los años 1940-50. No faltaron tampoco tendencias de izquierda de inspiración marxista en prácticamente todo el continente. Muy a menudo movimientos de ese tipo eran excluidos de las elecciones o impedidos por los militares de gobernar cuando salían victoriosos de los comicios por temor de que alentarían a la subversión comunista. Mientras duró la Guerra Fría, la alianza entre sectores dominantes tradicionales, las fuerzas armadas y los Estados Unidos actuó en la práctica como un obstáculo insuperable para que tales movimientos pudieran sacar provecho del respaldo de la eventual mayoría de la ciudadanía.

Lo que ahora es nuevo es que, a partir de la liquidación de la Guerra Fría, el veto conservador a eses movimientos dejó de contar con el automático apoyo de Estados Unidos y de los militares, abriendo camino a que prevalezca el juicio de los votantes. Es como si por primera vez el sufragio universal pasara verdaderamente a producir efectos en América Latina. No se puede prever como habrá de evolucionar ese movimiento histórico de afirmación de un nuevo actor político-social, cuánto tiempo durará y que resultados arrojará como herencia. Lo más probable es que las experiencias sean tan numerosas como numerosos son los países involucrados.

Una indicación sugestiva de cómo puede ser diversificada la evolución de tales movimientos es la trayectoria de uno de los primeros, el Partido de los Trabajadores (PT) de Brasil y de su líder incontestado, el presidente Luís Inácio Lula da Silva. Difícilmente se podría imaginar ejemplo más típico de la tendencia. El PT nació en la periferia fuertemente industrial y moderna (industria automovilística) de São Paulo y su líder era un autentico obrero metalúrgico cuya familia inmigrara desde el empobrecido y rural Nordeste del país. Radical y vagamente socialista en su origen, rechazando toda alianza o compromiso con fuerzas políticas tradicionales (por ejemplo, recusó votar en la elección indirecta por el Congreso del primero presidente civil, se negó a firmar la constitución del 1988), el PT contaba con una militancia de masa y el respaldo de numerosos movimientos populares, incluso vinculados a la Iglesia Católica.

Después de haber sufrido tres derrotas consecutivas en las elecciones presidenciales, Lula y el Partido se convierten a la Realpolitik y se presentan a los comicios de 2002 con cara nueva: prometen respectar los contratos, buscan alianzas tácticas, adoptan, una vez victoriosos y en el poder, buena parte de la herencia de política económica del gobierno de Fernando Henrique Cardoso. Disfrutando de un entorno económico externo favorable, estimulan el crecimiento empujado por el consumo de masas, recurriendo con frecuencia a medidas distributivas y/o asistenciales como el masivo programa de distribución de recursos a familias pobres (más de diez millones de familias beneficiadas).

Al mismo tiempo, aceptan, bajo el pretexto de la gobernabilidad, las prácticas de corrupción política que antes condenaban con vehemencia, se disponen a aliarse con oligarquías locales siempre que les resulte útil y pasan a practicar una política económica aprobada por los sectores más ortodoxos del país. Lula y su partido se vuelven cada vez más centristas, logran mismo ocupar el centro de gravedad del promedio de las posiciones, lo que explica mucho de la constante popularidad del presidente. Ya no se discute que hacen parte del establishment y, en ese sentido, reproducen el destino de los socialdemócratas europeos. Interesante es que el PT (no necesariamente Lula) claramente pierde espacio en la periferia de la ciudad São Paulo, el centro urbano e industrial más adelantado del país, cuña de su nacimiento, y comienza a conquistar como nuevo bastión electoral a las zonas pobres del Nordeste dependientes de los programas asistenciales. Gradualmente deja de ser el representante exclusivo de un sector social, pasando a disputar el centro del espectro social y político con otros partidos.

Es plausible explicar tal evolución por el grado más avanzado de industrialización y diversificación de la sociedad brasileña, que rindió posible que se reprodujera la experiencia histórica del Occidente con el rol integrador de la industrialización. Tal hecho ya se observa en el carácter de la base original del PT - sindicatos fuertemente organizados del sector más moderno de la economía - en contraste con lo que sucede en países como Bolivia, Ecuador, Venezuela. Así mismo una parte considerable de la explicación de la diferencia consiste en la personalidad pragmática de líder sindical de Lula. Se trata sobre todo de un reformista moderado en la tradición del líder del AFL-CIO, Samuel Gompers, quien, desafiado a decir en pocas palabras lo que a final deseaba el movimiento sindical americano, contestó lacónicamente: ¡"More!".

En el extremo opuesto estarían los representantes de la "refundación" pura y dura: Venezuela, Bolivia, Ecuador. Relativamente próximos de esas tres se encontrarían gobiernos como el de Nicaragua de Ortega, Honduras antes del reciente cambio, posiblemente Paraguay y el gobierno recién estrenado de El Salvador. No es mi propósito trazar aquí una tipología completa de los regímenes políticos en América Latina, de examinar situaciones particulares como la de Argentina, siempre una categoría a parte, la de Chile o del Perú, que llegó a tener su propia experiencia de "refundación" con el régimen de Velazco Alvarado de los años setenta.

Lejos de ser un análisis exhaustivo de la corriente situación política en el continente, mi texto pretende solamente reaccionar contra la tentación simplista de reducir lo que sucede entre nosotros apenas a una manifestación más de caudillismo, de neopopulismo, de modismos dictatoriales transitorios. Lo que asistimos hoy es a una tendencia profunda - la emergencia de un nuevo actor político y social, las masas de las periferias - y somos todos protagonistas de un proceso que será muchas veces doloroso y prolongado hacia la progresiva incorporación de ese protagonista reciente a la vida política de nuestros países.

Será inútil tentar evitar tal proceso, deseable y históricamente necesario; lo que sí se puede hacer es actuar para que, entre las posibles variantes existentes para su expresión, se adopten las menos traumáticas y violentas, las más efectivas en términos de resultados objetivos. De la calidad del proceso, de su carácter más o menos constructivo y consensual, de la sabiduría y moderación de quienes tendrán el poder de influir en su curso, va a depender lo que seremos en el futuro. Pero que no haya ilusiones: mientras el proceso no se agote con el alcance del pleno desarrollo de su potencialidad, viviremos largos periodos de desestabilización, quizás por más de una o dos generaciones, puesto que la emergencia de un nuevo actor siempre significa un cambio del status quo en detrimento de alguien.

Ahora bien, volviendo a nuestro punto de partida inicial, procesos históricos del tipo que estamos describiendo no son, en principio, propicios a la integración, en primero lugar por su naturaleza intensamente introspectiva. Países empeñados en una "refundación" suelen dirigir casi toda atención y energía hacia adentro, a sus conflictos interiores, a la absoluta prioridad de reinventarse. Tómese, por ejemplo, el caso de Bolivia, tal vez el más extremo, donde la nueva constitución distingue entre ciudadanos "originarios" y los demás, poniendo en cuestión la base misma del concepto tradicional de nación pluralista. ¿Cómo esperar que una población profundamente dividida, que establece categorías entre sus propios conciudadanos y toma en serio la posibilidad de fragmentación del país, pueda desarrollar con relación a los de afuera la consciencia de conciudadanía plena que recusa adoptar hacia los de adentro?

Un factor adicional de complicación es que, cuando el criterio de solidaridad pasa a ser el de la afinidad ideológica (el socialismo bolivariano) o el origen étnico (la nostalgia de la unidad del Imperio incaico), existe el riesgo, ya presente en la actualidad, de querer influir en el destino de los países vecinos, con las previsibles dificultades internacionales que implica tal posición.

Vale la pena que nos detengamos sobre ese punto. Como las revoluciones, los regímenes refundadores son divisores de aguas, factores de profunda división de la población. Una de sus marcas inconfundibles es la polarización y radicalización de la ciudadanía, su tomada de partido por sectores antagónicos, como hoy se advierte en Venezuela, Ecuador, Bolivia, con episodios recurrentes de choques, enfrentamientos, riesgo de guerra civil. Sea dicho de paso que una de las diferencias básicas entre tales experiencias y la de Brasil es que Lula ha preferido desempeñar un papel integrador e unificador, recordándose tal vez que la ultima vez en que la sociedad brasileña se polarizó y radicalizó, entre los años de 1961 y 1964, el resultado neto ha sido una dictadura militar de 21 años.

Los líderes refundadores poseen, en cambio, el temperamento del rol que escogieron jugar: movilizadores, agresivos, de retorica beligerante, símbolos de contradicción y de división, interna y externamente. Anti-imperialistas, anti-americanos, anti-occidentales, a veces anti-europeos, nacionalistas, no se sienten limitados por el principio de no-injerencia cuando se trate de emitir opiniones o adoptar acciones a favor de grupos similares, aún de carácter guerrillero, en naciones vecinas. La creación por eses líderes de la llamada Alternativa Bolivariana de Naciones (ALBA) no es sino la expresión lógica de su vocación divisiva.

Mi descripción se limita a tentar extraer de la realidad los rasgos principales de esa tendencia. Quienes prefieran ejemplos menos abstractos se contentarán en enumerar los numerosos hechos concretos que marcaron en los últimos meses las conflictivas relaciones entre Colombia, de un lado y Venezuela y Ecuador, del otro, con incidentes que por poco llegan a choques armados; la tensión creciente con Perú provocada por declaraciones del presidente boliviano; los problemas con Brasil en razón de actos de los gobiernos boliviano y ecuatoriano en contra de empresas brasileñas; las nacionalizaciones venezolanas de compañías con inversionistas argentinos; el clima hostil creado por Néstor Kirchner en relación a Uruguay con raíz de la cuestión de las papeleras y un sin número de episodios más o menos graves que sería aburrido recordar. Típico de esa situación es que Unasur, la más reciente invención de la fecunda imaginación diplomática latinoamericana, no logre hace meses elegir Kirchner como secretario-general en razón del veto uruguayo.

La conclusión que me parece imponerse de este análisis es que debemos plantear un repliegue estratégico en la integración de América Latina, inspirados en el profético texto en que Carlos García Bedoya recomendaba similar repliegue en el Diálogo Norte-Sur. No se trata de abandonar la idea integracionista sino de adaptar los medios y fines de la integración a las condiciones de posibilidad dictadas por la situación que se describió arriba.

Ese repliegue tiene de basarse en tres tipos de actitud: realismo, selectividad, flexibilidad. Realismo para reconocer que hay en la región maneras distintas de concebir la integración a la economía globalizada, con hechos consumados expresos en numerosos acuerdos de libre comercio con países desarrollados que cierran el paso a esquemas de integración preferenciales limitados a los socios latinoamericanos. Realismo también para adoptar en la retorica integracionista un tono de sobriedad y moderación que no genere expectativas inexequibles, particularmente en relación a temas políticos y sociales sobre los cuales existen divergencias profundas.

Selectividad en el sentido de admitir que los tipos más ambiciosos de integración estarán fuera de nuestro alcance mientras dure el corriente proceso de divergencia aguda. Ya no se puede persistir, como viene ocurriendo desde 1960, en la tendencia de buscar inspiración en el modelo de integración europeo, que tiene objetivos explícitos o implícitos de supranacionalidad con fines políticos. Lo mismo sucede con tipos de integración que presupongan o estimulen inversiones con miras a integrar la cadena productiva, al menos en relación a los países que no garanten un mínimo de seguridad jurídica, multiplican nacionalizaciones arbitrarias, limitan la autonomía del poder judicial. No se imagina, en efecto, que sea factible integrar economías de mercado con otras orientadas hacia el "socialismo del siglo XXI".

Esa es una cuestión que plantea un reto especial a países como Brasil, con tendencia a mantener superávits comerciales crecientes y permanentes con casi todos los latinoamericanos y que creyó un momento haber encontrado en la integración energética la solución para dar un cierto equilibrio al intercambio. Parecía tener sentido que una nación importadora de energía buscara una integración natural con vecinos que son, casi todos, exportadores de energía. Fue ese género de racionalidad, además de otras razones de vecindad, que inspiró tratados como el relativo al proyecto hidroeléctrico binacional de Itaipu, con el Paraguay y el del gasoducto con Bolivia, ambos con raíces en los años sesenta, a pesar de concretados en fechas distintas. Hubo otros acuerdos de menor envergadura con Venezuela, Argentina, proyectos con Perú, Colombia, la mayoría de los diez vecinos contiguos al territorio brasileño.

La idea es seductora y prometía construir una red de interconexiones que integraría el corazón de las tierras sudamericanas. El problema es que todo proyecto de integración energética aumenta la vulnerabilidad al crear una dependencia nueva. La contrapartida de tal vulnerabilidad tiene que ser la absoluta seguridad jurídica, garantizada idealmente por tratados de Estado. Así se hizo, pero ni los tres tratados celebrados con Bolivia bastaron para evitar la nacionalización de los yacimientos explotados por Petrobrás, ni el tratado de Itaipu ha impedido los constantes esfuerzos de los paraguayos para reabrirlo de modo inaceptable.

He tenido como diplomático una experiencia como protagonista personal de ambos proyectos y actué como funcionario para realizar su potencial integracionista. Hoy, con el beneficio del conocimiento adquirido, estoy convencido que hemos subestimado los riesgos de la experiencia con países inestables e inmaturos. En el caso brasileño, los recientes descubrimientos de gigantescos yacimientos en las aguas profundas del Atlántico hacen además superflua la hipótesis de repetición de acuerdos de ese tipo.

¿Una vez desechados los esquemas de integración más ambiciosos o profundos (deep integration), que requieren armonización de legislaciones, inversiones o aumento de la vulnerabilidad, que es lo que resta? Mucha cosa, a comenzar por los proyectos de integración física del tipo del IRSA. El hecho de que llegamos al siglo XXI sin disponer de una red razonable de interconexiones viarias, de telecomunicaciones, transportes intermodales, constituye uno de los más graves obstáculos a que se pueda explotar plenamente el potencial económico y comercial de la contigüidad de territorios. Ese género de integración, precondición de las demás, es habitualmente menos afectado por diferencias ideológicas y políticas.

Otra modalidad de integración que sufre menos en fases de divergencia es la llamada integración superficial (shallow integration), que es el nombre que se da en las negociaciones comerciales para cualquier reducción de tarifas, aranceles u otros obstáculos al comercio entre países. En América Latina, no obstante los avances registrados en los últimos años, el comercio intraregional apenas alcanza unos 20 por ciento del intercambio total de la región con el resto del mundo, lo que sigue lejos de los índices de más del 30 por ciento en Asia (a pesar de que son mucho menos numerosos los instrumentos de integración formales en el continente asiático), sin hablar del comercio intraeuropeo con más de 60 por ciento del total.

Los intentos más exigentes, como el estimulo oficial a inversiones privadas reciprocas con miras a la integración de cadenas productivas (como en Asia o entre Perú y Chile, por ejemplo) o la negociación de acuerdos con vocación hacia la apertura tan completa cuanto deseable del intercambio comercial deben, en principio, ser reservados a socios afines en la concepción de la economía política, que comparten idénticos patrones de protección a las inversiones y tienden a una convergencia en el comportamiento macroeconómico.

Las actuales divergencias no deberían igualmente representar barrera a una integración de tipo más cooperativo, tal como la posibilidad de utilizar mejor el potencial del Tratado de Cooperación Amazónica en materia de medio ambiente. Un ejemplo sería el de conformar, a nivel de la Amazonia y entre los países miembros del tratado, un organismo inspirado por el IPCC (Intergovernmental Panel on Climate Change), con el objetivo de monitorear lo que está sucediendo en la región en términos de cambio climático y de coordinar acciones de prevención y/o de adaptación. Ideas constructivas como esa no faltarían en los campos de la cooperación científica, tecnológica, universitaria, de salud etc.

Finalmente, más que nunca, tiempos como los actuales recomiendan máxima flexibilidad en los dispositivos de acuerdos de integración a fin imprimirles el carácter de genuino regionalismo abierto y para dejar a los socios la posibilidad de aprovechar oportunidades creadas por situaciones especificas. La experiencia latinoamericana nos enseña que normas demasiado rígidas, como han sido el Estatuto Común de Inversiones Extranjeras del Acuerdo de Cartagena, acaban por volverse contraproducentes o pasan a ser letra muerta.

Tal recomendación parecería aplicarse de manera especial a esquemas como el Mercosur, que se fijó uno de los objetivos más ambiciosos que se pueden imaginar en materia de integración comercial, la unión aduanera, en otros términos, la erección de una barrera aduanera común a todos los socios en relación a terceros. En más de quince años de existencia, esa meta ha demostrado ser una quimera. Además de las numerosas perforaciones que se han acumulado a lo largo del tiempo en el arancel externo común, la reciente tendencia argentina de reindustrialización de su economía y el escaso respecto reiterado en relación a los compromisos regionales no dejan mucha esperanza razonable de una evolución positiva a tal respecto. En cambio, sin poder disfrutar de los beneficios potenciales de la unión aduanera, los socios se ven impedidos de negociar acuerdos bilaterales o regionales, estando sujetos a vetos individuales de cualquier de los integrantes del acuerdo.

Existen así analogías entre lo que actualmente ocurre en el Mercosur y lo que ha sucedido con el Grupo Andino y, muy posiblemente, la flexibilización implícita o explícita registrada en ese último acabará también, tarde o temprano, por imponerse en el primero, cambiando su naturaleza para algo más cercano a un acuerdo imperfecto de libre comercio.

No sería imposible analizar otras alternativas de limitada integración compatibles con el proceso de división y divergencia que hoy caracteriza América Latina. Eses ejemplos son suficientes, todavía, para ilustrar la tesis central que planteamos al comienzo: que, faltando convergencia en los valores, fines y medios comunes entre los países, el mejor es renunciar a la integración ambiciosa pero inalcanzable y contentarse con la integración factible a pesar de modesta.

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Rubens Ricupero, ex-embaixador, foi ministro da Fazenda do governo Itamar Franco. Este é o texto da sua intervenção na Reunião de Embaixadores do Peru, em 2 de julho de 2009, em Lima.